Sevilla ante su Santo Rey: la apertura de la urna de San Fernando.

San Fernando

Cada año, cuando el calendario se aproxima al 22 de noviembre, la Catedral de Sevilla se convierte en un escenario donde el tiempo parece detenerse. Es la víspera de uno de los actos más singulares y sobrecogedores de la vida sevillana: la apertura de la urna de San Fernando, el rey santo, conquistador de la ciudad y protector eterno de sus murallas.

En medio del silencio solemne del templo gótico más grande del mundo, las campanas anuncian un momento que ocurre solo unas cuantas veces al año. A esa hora, los rayos de luz se filtran entre los vitrales, las voces del coro se alzan en canto gregoriano, y la Capilla Real se llena de una emoción contenida. Ante la urna de plata y cristal, reposa —incorrupto según la tradición— el cuerpo del rey Fernando III de Castilla, muerto en Sevilla en 1252 y canonizado siglos después por su vida de fe y justicia.

Un rey que fue santo… y una ciudad que nunca lo olvidó

Fernando III no es solo un personaje de los libros de historia. Fue el monarca que logró unir los reinos de Castilla y León, y el que en 1248 culminó una de las gestas más decisivas de la Reconquista: la toma de Sevilla. Aquel día, el pendón castellano ondeó en la Torre del Oro y la ciudad cambió para siempre.

El rey instaló su corte en el antiguo Alcázar y, antes de morir, dejó dispuesto que su cuerpo descansara junto a la Virgen de los Reyes, a quien había consagrado su victoria. Esa promesa se cumplió, y su sepulcro se convirtió en lugar de peregrinación, veneración y orgullo cívico.

La urna actual —una obra maestra de la orfebrería barroca sevillana realizada por Juan Laureano de Pina a finales del siglo XVII— es tanto una joya artística como un relicario de identidad. Su estructura de plata y bronce, adornada con relieves, inscripciones latinas y figuras de ángeles, guarda en su interior el cuerpo del monarca vestido con sus insignias reales: la espada, el manto y la corona.

La ceremonia: entre el rito y el misterio

Aunque la festividad principal de San Fernando se celebra el 30 de mayo, la apertura de la urna en noviembre —vinculada a la conquista de Sevilla, tradicionalmente conmemorada entre el 22 y el 23— tiene un aura especial. No es solo un acto religioso: es un encuentro entre el pueblo sevillano y su historia viva.

Desde las primeras horas de la mañana, los fieles y curiosos forman filas frente a la Catedral. Cuando las puertas se abren, el ambiente es casi místico: el aroma del incienso, la penumbra dorada de la Capilla Real, el sonido del órgano… Todo parece preparado para un instante fuera del tiempo.

El cabildo catedralicio se reúne, los canónigos entonan las oraciones, y el rector de la Capilla Real pronuncia las palabras que preceden a la apertura. Entonces, la urna se alza lentamente y, por unos instantes, el rostro momificado del rey santo queda visible. Es una imagen que conmueve. Algunos se persignan, otros guardan silencio. En la expresión serena del monarca, conservada a través de los siglos, se adivina la fe de quien gobernó con justicia y entregó su vida al servicio de Dios.

A continuación, la espada de San Fernando —símbolo de la victoria y la defensa de la ciudad— es portada por el alcalde de Sevilla en una breve procesión interior. También se exhibe el pendón histórico que ondeó sobre las murallas en 1248, un testigo mudo del pasado que aún emociona a quienes lo contemplan.

Más que un acto religioso: una cita con la memoria

La apertura de la urna de San Fernando es mucho más que un ritual piadoso. Es una de esas ceremonias que resumen la identidad de una ciudad. En ella confluyen la devoción, la historia y el arte; lo sagrado y lo civil; la Sevilla cristiana y la herencia musulmana que aún resuena en cada piedra de la Catedral.

No es extraño que cada año acudan no solo fieles, sino también historiadores, artistas y curiosos. Algunos lo viven como una experiencia espiritual; otros, como una inmersión en la historia viva. Pero todos coinciden en algo: la atmósfera de ese día es única.

La Capilla Real se viste de gala. La Virgen de los Reyes luce sus mejores galas, los canónigos entonan el “Te Deum” y el eco de los cánticos se mezcla con el murmullo emocionado de los asistentes. Afuera, en el Patio de los Naranjos, la ciudad continúa su vida, pero dentro del templo el tiempo parece haberse detenido en el siglo XIII.

Un legado que sigue latiendo

Fernando III es, en muchos sentidos, el alma de Sevilla. Su figura no pertenece solo al pasado, sino al presente de una ciudad que ha aprendido a mirar su historia con respeto y gratitud. El rey santo no solo conquistó Sevilla: la unió en torno a una idea de justicia, fe y esperanza que todavía inspira.

Por eso, cada 22 de noviembre, cuando la urna se abre y la multitud entra en la Capilla Real, no se trata solo de ver unos restos. Es el reencuentro de una ciudad con su origen, con su protector y con una parte de sí misma.

En la mirada del monarca dormido, los sevillanos encuentran un espejo: el reflejo de su historia, su orgullo y su fe. Y mientras las campanas suenan de nuevo y la urna se cierra lentamente, la emoción queda suspendida en el aire, como una promesa que se renueva año tras año.

Porque Sevilla no olvida a sus héroes, y menos aún a su santo rey.
El 22 de noviembre no es una fecha cualquiera: es el día en que la historia despierta.

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